Por Jesùs Rodrìguez Rìos
El viernes en la tarde, después de la leída del bando oficial, el
Rey Momo y su corte, con el acompañamiento del redoblante de Pedro Manuel y una
botella de ron, quedaba legalizada la orden de la desorganización de las
carnestolendas en Pinillos. Porque en la noche, la danza de los indios del
barrio abajo, capitaneados por Torcuatro Obregón y Eunice Sequeira; y los del
barrio arriba, por Mañe Prasca y Octavia Silva, hacían su presentación en el
atrio de la iglesia la Inmaculada; como también, la danza de los Coyongos
comandada por Juan Meneses y los Negritos, dirigida por Campo Elías Rojas, bajo
una lluvia de cascaras de huevo de gallina rellenos de almidón y los potes de
maizena y los baldes de agua fría que salían volando de los patios de las
casas.
De esa manera, el pinillero
de ese entonces, daba inicio a los cuatro días de carnaval, a pesar de llevar
una existencia apacible donde no se contaba con el alumbrado eléctrico ni el
servicio de acueducto. El día sábado, todos nos preparábamos y nos levantábamos
bien temprano para asistir a la orilla del río, al desembarque de los Indios y
los Coyongos y todos los disfraces y comedias que realizaban su desfile por el
rio Magdalena y saltaban por el puerto principal. Alli no se necesitaba de
hecharle agua a las personas, sino que eran cazadas por las cuadrillas de
muchachos que las cargaban y las arrojaban al río.
A las ocho de la mañana, todas las danzas y comedias de la población
y las que venían de los otros pueblos, hacían su presentación en la plaza
principal, en medio del maremagnum del desorden pueblerino. Las calles se
tejían de seres humanos como las abejas africanas y con las danzas de los
indios Malibú, y los indios de Palomino, de Palenquito, de Armenia y de los
palenques del Sur y de otros municipios; las comparsas de las Pilanderas, el
disfraz de los Puercos, los Ponches, los Micos, las Marimondas, los Negritos y
la danza de la Muerte y de los Enanos, era la atracción de propios y extraños.
De Puerto Pinillos, aparecía de pronto el Horasquín del Monte, representado por
el Mello Alvarino, quien aparecía y desaparecía sin que nadie se diera cuenta.
También hacían su presentación para delicia de los habitantes, las
Comedias y las danzas de las Caracolas, las Farotas y la de la Pava: pero, especialmente, La
Conquista, integrada en su época por señores como Juan Obregón, Alfonso Rangel,
Maximina Mejía, Leonor Martínez, Andrea Rangel y Vicente Meneses, por su
representación histórica de la lucha del hombre español y el aborígen, que
deleitaba a los espectadores por su gran maestría en la expresión de sus textos
y la actuación de sus protagonistas y derroche de talento y buena coreografía.
Además de la presentación y lectura de La Lotería, estaban las Letanías de
Guido Sánchez Hinestroza que había aterrizado en nuestro pueblo como maestro de
escuela, con sus versos picarescos y satíricos, satisfacía la curiosidad de las
personas para enterarse de las últimas manifestaciones de nuestra cultura
anfibia, como la que decía: “Ya llegaron a la luna/astronautas por montones/y
Pinillos como antes/alumbrado por mechones/Aniceto dice que hoy/Mélida Pupo que
mañana/y al pobre pueblo lo engañan/como a ellos les da la gana/.”
Estas eran las manifestaciones y lamentos del hombre ribereño,
representadas en las comparsas y comedias que craneaban y creaban para mitigar
su desesperación ante el abandono y el desarraigo, esa que poco a poco y que
años tras años, se ha ido diluyendo de nuestro entorno y se ha ido permeando y
estableciendo en la ciudad de Barranquilla.
Pero cuando se organizaban las patotas de los hombres mayores
decididos a jugar el carnaval, todo el mundo comenzaba a persignarse, porque ya
esto comenzaba a ponerse color de hormiga china y las cosas se tornaban muy
serias, decían, porque cuando se juntaban alrededor de unas botellas de ron,
personajes como Manuel Ríos, Aniceto Rangel, Fausto Cañaveras, Joaquin Obregón,
Francisco Heliodoro Díaz, Marcos Ochoa, Isaac Rangel, Fabio Rodríguez, Celso
Guerrero y Rafael Ballesteros, Arturo Rangel y Chico Rangel, Arturo Salcedo y
Arturo Monsalvo, Antonio María Donado y Martín Pineda, Rufino García, Cristino
Mejía y José Rojas y su hermano el Palle, Jose de la Paz Rangel y Chico Pineda,
José María Mejía y Cesar Ochoa y el finado Chin, el Mono Aurelio y el Cabo Iván
Retamoza, el Mono Tico y Antonio Rodríguez, Juan Deal y Anselma Trujillo,
Dagoberto Deal, Víctor Rangel y Antonio Hernández, Diomedes Madera y Federico
Ochoa, Rafael Larios y Chepito Larios, Lucas Donado y Magín Rojas, la mayoría que en paz descansen, nadie se
salvaba, porque todo el mundo tenía que cumplir con la orden que el grupo
impartía.
De esa forma, solo se escuchaba una sola voz: ¡a cortar pantalones¡
y a todo el que encontraban por el medio, le cortaban los pantalones; ¡fulano
de tal al río¡ y era agarrado y llevado en brazos por la turba y lo lanzaban al
río. Si te oponías y demostrabas mala cara, la orden era que te enterraran en
el pozo donde todos se orinaban y echaban las porquerías que nadie se imagina.
Para esa época, como la pesca y la agricultura eran muy abundantes,
todas las familias gozaban de dicha y felicidad en sus hogares. Nadie se
preocupaba por nadie, porque en ese entonces nadie se peleaba con el otro, y
solo reinaba el desorden propio de los carnavales y la tolerancia era la virtud
de las carnestolendas.
El desfile de las carrozas de las reinas populares recorría las
calles de la población, acompañadas y apoyadas cada una por sus fanaticadas y
el derroche de alegría y simpatía, era su mejor presentación.
Pero no solo era el grupo de los hombres el que formaba el desorden
en las calles y callejones de la población, sino que el combo de las mujeres,
también se hacía sentir cuando de actuar y responder se necesitaba.
En el barrio abajo, estaba Felícita Arias quien se disfrazaba de noche,
en medio de la oscuridad, donde nadie la conocía, ni su propio marido, y
levantaba a fuete a los muchachos que la perseguían; la señora Dellys Guzmán,
preparaba a las muchachas para la representación de sus comedias y danzas; pero
Dorys Urda, era el terror de los hombres, porque ninguno se le escapaba; y
quien prendía la tambora hasta el amanecer era Eloísa Arias, quien junto con
Felipe Calvo, con su tambor de hojalata e Isrrael Trujillo, con la flauta,
amenizaban con su estropicio de parranderos energúmenos, las exigencias de los
asistentes.
En los actuales momentos, en las calles de la población solo se ve
la soledad en sus entornos y de vez en cuando, se presencian unas escaramuzas
de los jóvenes, jugando a la guerra de pandillas de traviesos muchachos que se
bombardean con misiles de bolsas de aguas con guijarros por dentro, para lograr
la huida de sus contrincantes.